miércoles, 13 de octubre de 2010

No me importa llegar tarde, me duele llegar solo...


Esta frase, escrita bajo un calendario que me regaló mi padre, estuvo mucho tiempo pegada en la pared de mi habitación, y muchas veces la he leído, otras pocas he pensado sobre su significado y otras tantas se me ha llegado a olvidar su verdadero sentido.


El cambio de casa hizo que dejara de tenerla tan presente y casi caer "en parte" en el olvido, pero ayer mientras salía a correr y tras una charla con un buen amigo, volví a pensar sobre tres grandes claves que encuentro en esta frase: la soledad, la importancia que le damos a las cosas, y la relatividad del tiempo.


De entrada, por el hecho de ser seres sociales en mayor o menor medida apreciamos, valoramos y desamos la vida en común, compartiendo mi yo con el tuyo, con el yo del grupo, sintiendo nuestra identidad respaldada cuando nos sentimos integrantes de un grupo de amigos, de una familia o de una pareja. Pero todo tiene una contraparte y en el contrapunto del enriquecimiento personal que recibimos al ser, o al menos al sentirnos parte de un colectivo, está la parte de nosotros que cedemos, que regalamos o hasta en algunos casos (los peores) perdemos o nos dejamos arrancar, en favor de los integrantes del grupo, de nuestra familia o de nuestra pareja. En ocasiones, el temor a la soledad (que bien entendida ni es mala, ni hay que temer) nos arroja a abismos de pérdida de identidad, a grandes desequilibrios entre lo aportado y lo recibido llenando al individuo de nuevos temores e inseguridades mayores que el propio temor a la soledad. En otras ocasiones sucede lo contrario, la fuerte individualidad de quien desea ser parte de un colectivo se enfrenta con las demandas que llegan del grupo, y nos sentimos axfisiados, deseosos de huir por donde hemos venido, temiendo perder nuestra identidad en favor de la pareja, de la familia...Por eso encontrar el equilibrio no es fácil, incluso tal vez algunos nos pasemos la vida buscando y aún habiéndolo encontrado seguimos creyendo que no lo tenemos, iniciando constantes búsquedas que nos alejen de la soledad y a la vez nos permitan estar solos.


En cuanto a la importancia que damos a las cosas, en innumerables ocasiones, nos encontramos en la vida con circunstancias que dependiendo de quien las vive, cómo las vive o en qué momento de la vida toman una dimensión completamente distinta. ¿Cuantas veces el tiempo nos ha terminado haciéndonos reir de una situación que en su día veiamos como crítica, dolorosa e incluso insuperable? Todos somos capaces de recordar tras una breve reflexión este tipo de vivencias, que si bien tomaron una gran importancia (y la tuvieron) en una etapa de nuestras vidas, con el tiempo han perdido intensidad, importancia y en algunos casos hasta han llegado a caer en el olvido. Cuesta desdramatizar lo que nos hace daño, duele enfrentarse objetivamente a lo que sentimos y sentimos en muchas ocasiones que no vamos a poder asumir el riesgo o perdonarnos o perdonar al otro, pero olvidamos que el tiempo es el arma más valiosa para relativizar la realidad y sus dimensiones.
Y precisamente porque contamos con el tiempo, es sólo cuestión de aprehender a utilizarlo, a hacerlo nuestro aliado y lejos de enfrentarnos al dolor que puede causar su sello más cruel, la fugacidad, tenemos la responsabilidad de saber que no llegamos tarde en los sentimientos, en las promesas, en los retos, en los encuentros y en los desencuentros, pero sobre todo en lo que nunca debemos llegar tarde es en los sueños...porque en la capacidad de soñar es donde podemos estar acompañados en nuestra soledad e incluso reirnos de ello.